Al asomarse el
sol por el horizonte, el volcán rugió. Kaelah, la sacerdotisa de la venerada
Asherah, supo que era la primera señal que anunciaba la ruina de la magnífica
ciudad de Karaam Daar, la de las murallas de mármol rojo y jardines colgantes.
Kaelah subió a la
torre e hizo sonar la campana de bronce, aquella que lloraría el día del final.
Entonces todos los habitantes sintieron el miedo, abandonaron sus hogares y
agobiados se dirigieron a la explanada del Templo. Pero tenían una esperanza:
La profecía decía que llegado ese momento la benevolente Asherah llegaría en su
carruaje celestial y los salvaría. Entonces cayeron de rodillas y empezaron a
orar.
Los temblores
eran cada vez más fuertes, los habitantes de la condenada Karaam Daar rezaban y
lloraban suplicando a su diosa que apareciera. Con un gran estruendo el volcán
hizo erupción y la lava amenazaba con llegar a la ciudad, la nube fatal de
gases tóxicos se acercaba para llevarse con ella hasta el último aliento de los
desdichados habitantes de Karaam Daar.
Pero entonces del
otro lado del horizonte el cielo se abrió y una luz blanca iluminó la mañana
que se había tornado en noche... Kaelah se llenó de alegría pero entonces se
dió cuenta que aquella cosa que había surgido del vórtice no era el carruaje celestial
de Asherah, era el dragón de Sheithan, el enemigo acérrimo de su diosa.
Y ante la mirada
atónita de los desesperados habitantes de Karaam Daar las fauces del dragón se
abrieron y Sheithan descendió... aquel dios que ellos tanto habían odiado y maldecido
les ofrecía la salvación. Entonces renegaron de Asherah y abordaron aquella
gigantesca nave nodriza que tenía forma de dragón.
Y mientras la
nave se alejaba los ríos ardientes de lava cubrieron la ciudad de Karaam Daar,
aquella que Asherah olvidó.
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