Soy la Luna Oscura, la Hechicera
que conjura sortilegios en las tinieblas y escribe profecías en el aire, la
Guerrera que cabalga sobre una Quimera a través de la tormenta empuñando una
porra sangrienta, la Reina que se sienta en un trono hecho de cadáveres y
espadas quebradas. Soy la Madonna de la Lujuria, la Regente del Burdel del
Diablo que se regodea en un lecho de sábanas negras ebria de vino especiado
contemplando la lúbrica danza de las orgías infernales.
O tal vez debería de decir que lo
era. Cuando el Cometa Negro surcó los cielos anunciando el Final del Ciclo y el
Inicio de una Nueva Era me desposé con Lucipher en un ritual que se llevó a
cabo en la isla misteriosa que emergió del mar y el Primigenio que dormía en
las profundidades de su Ciudad Maldita despertó para ser el testigo de nuestro
enlace. Heredamos de nuestros padres los Cetros del Sol y la Luna y con ellos
el deber y el derecho de reinar sobre el Astral Azul y sus ciento once mundos.
Entonces Lucipher, mi hermano y
consorte, decidió cobrarse por los siglos de exilio y vengarse de mis
infidelidades. De inmediato prohibió las bacanales de medianoche en el jardín
prohibido de mi Harén, expulsó al limbo a mis sumisos esclavos de lecho y
encerró en las mazmorras a mis pervertidos amantes. Le concedí la razón pues reconocí
que estaba en su legítimo derecho de exigirme el respeto que se merece un
esposo, pero allí no cesó su enojo. Me negó el permiso para asistir a los
festines que las brujas y las hadas oscuras en el Bosque Petrificado. Ordenó
silenciar los himnos profanos y los cánticos de guerra blasfemos que cantaban
mis devotos seguidores en el milenario círculo de piedras las noches
luniplenas. Prohibió las ceremonias y vetó las ofrendas sangrientas que mis
feroces guerreros legendarios me obsequiaban y depositaban en los altares
impíos de mi Templo Maldito que se levanta en el limite de la Noche y del
Eterno Ocaso. Arrojó al Mar de la Eternidad las joyas y gemas que atiborraban
las arcas de mi Palacio de Cristal, ricos obsequios de mis aduladores
pretendientes. Trastocó todo mi Imperio… sólo respetó la biblioteca de mi
Castillo de Invierno en mis feudos del Norte.
Cuando decidí darle la espalda en
el lecho matrimonial reconoció su severidad, se disculpó y me prometió que me
daría un obsequio que compensaría todo lo que había quitado. ¿Qué regalo podría
ofrecerme Lucipher para compensar lo que la ciega furia de sus desvariados celos
me había arrebatado?... ¿Qué pecado nunca antes cometido que me satisficiera y
que no fuera una afrenta para su precario honor y excesivo orgullo podría
inventar?... ¿Qué licor embriagador o delicioso manjar nunca antes saboreado
que deleitara mi paladar, qué canción o melodía nunca antes escuchada que me
estremeciera de emoción, qué ofrenda o sacrificio nunca antes inmolado que me
complaciera, qué joya preciosa o tesoro insólito nunca antes visto que me
deslumbrara, qué grimorio prohibido o pergamino anacrónico perdido en el tiempo
que despertara mi curiosidad podría encontrar mi amado hermano y consorte para
compensarme?
Sé que él buscó desde las alturas
resplandecientes del Cielo hasta las profundidades oscuras del Mar donde
duermen los Dioses Olvidados y más allá… en los fantásticos bosques de los
elfos, en las extraordinarias minas de los enanos, en las legendarias madrigueras
de los dragones, en los palacios de cuarzo que habitan las hadas, en los
castillos de viento donde moran los silfos, en las grutas de coral en las que
se ocultan las ondinas… llegó hasta el último infierno donde el fuego eterno se
ha congelado y recorrió los desiertos de las arenas del tiempo. Pero regresó
sin haber hallado un obsequio para ofrecerme. Se sentó abatido en las
escalinatas polvorientas del Templo de la Desolación, abatido pero decidido a
no devolverme lo que me había arrebatado.
Me senté a su lado con una copa
de nepente en la mano y bebí un sorbo intentando convencerme que la eternidad
no es demasiado tiempo. Recosté mi cabeza sobre su hombro y nos quedamos en
profundo silencio hasta que cayó la tarde, entonces una estrella resplandeció
en el horizonte azul e iluminó su semblante sombrío. Lucipher sonrió, con una
perversidad que no comprendí en ese momento, me besó y me dijo que finalmente
había encontrado el obsequio perfecto.
Esa noche Lucipher me tomó de la
mano y cruzamos las sendas astrales hasta los linderos de lo real y lo onírico…
llegamos a una alcoba, estaba en penumbras, las
volutas del incienso de rosa y sándalo le otorgaban a la habitación una
atmósfera sacrosanta… adiviné la tentadora silueta de un hombre que dormía
plácidamente en un lecho con sábanas blancas… pero para mí, la Reina de los
Súcubos, un atractivo doncel no era el regalo más novedoso. ¿Por qué Lucipher
me ofrecía a este hombre con tanta ceremonia?
Me incliné sobre el durmiente
para ver su rostro, lo reconocí: El reflejo de mi hermano y consorte en el
espejo de la Luna. Entendí, aunque a medias. Lucipher me hizo un gesto de
invitación para que me acercara al hombre que dormía en una postura
inocentemente provocativa. Con dedos de hada taciturna acaricié su mejilla, una
sensación extraña me recorrió de pies a cabeza como si estuviera cometiendo un
sacrilegio con tan sólo acariciar el rostro de aquel hombre que dormía tan plácidamente…
y fue una sensación deliciosa.
Me acomodé sobre él y posé mis
labios sobre los suyos, entre sueños él reaccionó entreabriendo la boca para
permitir la intromisión de mi lengua, bebí su aliento… solamente fue un beso,
pero me excitó demasiado… una corazonada, un sobresalto… me aparté del hombre que
se movió y sonrió entre sueños esperando otro beso etéreo. Intrigada interrogué
a Lucipher con la mirada y con una sonrisa enigmática me respondió: “Es el
obsequio más valioso que puedo darte, puedes tomarlo cuando lo desees”.
La noche siguiente recorrí sola
las sendas astrales y repetí la visita nocturna. Bajo mi mística forma de
lechuza blanca me deslicé en un rayo de luna y me posé en el borde de la
ventana de la habitación. Contemplé al hombre que dormía desnudo entre las sábanas
blancas, sobre el velador había una vela blanca perfumada. Me deleité
recorriendo con la mirada su anatomía y los tatuajes que cubrían su piel, me
llamó la atención uno en particular pues era el símbolo de los guerreros de
Huaca Sian.
Tomé mi forma de dama blanca
espectral y me incliné sobre su pecho, con dedos de seda acaricié sus párpados
cerrados y algunos mechones de su cabello castaño… rocé mis labios con los
suyos, su boca tenía un leve sabor de té, naranja y miel… aquel hombre esbozó
una ligera sonrisa entre sueños, no me equivoqué al pensar que anhelaba nuestro
encuentro. Me dejó hacer a mi antojo… me embriagué libando el vino más
delicioso de su boca y disfruté apasionadamente de su cuerpo. Lo hice mío de
una manera en la que nunca había poseído a mis anteriores amantes y él me hizo
suya como nunca antes ninguno lo había conseguido.
Después de haber pecado descubrí
quien era: El Lucero de la Tarde que rutila con brillante luz azul inmaculada,
una delicada rosa inglesa de impolutos pétalos perfumados que creció en un
invernadero. Era nuestro hijo primogénito, fruto de nuestro amor incorrupto, el
único que tenía nuestras esencias de Sol y Luna en perfecta amalgama. Y Lucipher
me lo entregó para que lo seduzca y lo arrastre a mis tinieblas con las
caricias equivocadas de una madre enamorada.
Liliana Celeste Flores Vega - 2012
Imagen: Google