En sueños llegué hasta el Templo del Tiempo. No me
atreví a entrar y me quedé contemplando el enorme reloj de arena que marca el
ritmo de las eras. Entonces me sentí observada… con el rabillo del ojo
distinguí a un hombre que me miraba semioculto detrás del obelisco de piedra
negra que tiene grabados los nombres de los dioses que son, serán y han sido.
El hombre llevaba una capa de cuero curtido, era
alto y fornido, de piel morena y penetrantes ojos negros… lo reconocí: Era el legendario
guerrero Damball. Estaba cumpliendo su deber de hacer guardia en el Templo. Me saludó
y ofreció contarme la historia de su vida pasada:
Era un mundo inhóspito, tres soles relucían en su
cielo, la tierra era pobre para sembrar por la escasez de agua pero rica en
minerales y gemas. En aquella vida yo era un guerrero seminómade. Una vez estaba
atravesando el desierto con otros guerreros de mi clan hacia la ciudad en donde
intercambiábamos los metales y piedras preciosas que extraíamos de las minas
por comida y otras provisiones. Era un camino muy peligroso porque había
gusanos de arena gigantes, escorpiones enormes y otros bichos, además de muchos
ladrones de camino.
Encontramos los restos de una caravana que había
sido asaltada, nos acercamos para ayudar pero todos estaban muertos. En eso uno
de ellos se movió y me agarró del tobillo, era un hombre de cabello rubio con
cierto aire vikingo, uno de esos extranjeros que llegaba a nuestro mundo
cruzando el portal buscando riquezas. Me dijo que su esposa había logrado huir
a caballo, que la buscáramos, que estaba embarazada… y murió.
Obviamente una mujer de aquella raza embarazada no
sobreviviría sola ni un día en el desierto y convencí a mis compañeros para que
la buscáramos. Seguimos las huellas. Un poco más allá encontramos al caballo
muerto y seguimos el rastro hasta que encontramos a la mujer bajo la sombra de
un arco de piedra. Los ladrones la habían alcanzado y la habían violado
dejándola abandonada para que muriera bajo el abrasador sol pero ella pudo
arrastrarse hasta la sombra. La auxiliamos pero no pudimos evitar que perdiera
a su bebé.
Ella era la mujer más bella que yo hubiera visto,
con la piel tan blanca como la leche fresca, el cabello rubio dorado como hilos
de oro y ojos mas azules que zafiros. Su esposo había muerto, se había quedado
sola… así que pensé en hacerla mía. Para ganármela esperé a que cayera la
noche, busqué a los ladrones que la habían violado y los maté, al día siguiente
puse las cabezas a sus pies. La llevé a la ciudad en donde terminó de
recuperarse. Después la llevé al campamento y la tomé como esposa. Los dos
primeros años que vivimos juntos fueron tranquilos aunque ella no quedaba preñada.
La curandera del clan nos dijo que su matriz había quedado dañada cuando perdió
al bebé pero yo no la dejé de amar ni tomé otra mujer.
Después llegó la guerra. Los hombres mecánicos se
adueñaron de las minas, nosotros éramos guerreros sin miedo pero no pudimos
contra sus armas letales que escupían fuego. Los pocos que sobrevivimos huimos
al desierto.
Ella, a pesar de su delicada apariencia, demostró
ser mas fuerte que las mujeres de nuestro clan. En nuestro éxodo vagamos hasta
que se nos acabaron las provisiones… entonces ella nos guió hasta una ciudad
abandonada “que vio en sueños” y resultó ser la sagrada ciudad perdida de
Umballa. Fue ella quien despertó al Dios Serpiente de su tumba milenaria y el
Dios le devolvió la fecundidad a su vientre. Tuvimos muchas hijas a las que
llamamos las Serpientes de Arena por haber nacido gracias al Dios Serpiente…
ellas se convirtieron en las heroínas de nuestro pueblo.
Le agradecí por haberme contado sus memorias y
desperté.
Liliana Celeste Flores Vega - escrito en junio del 2015