Ella era una dama
antigua de escudo heráldico y blasón,
gustaba de cosas
añejas, de leer novelas de amor,
escuchaba a
Beethoven al atardecer
y rezaba mucho el
rosario...
ella disfrutaba
de la garúa, del otoño, de las noches luniplenas,
de las estrellas
fugaces a las que pedía un deseo
y no faltaba a la
misa los domingos por la mañana.
Él era un caballero
sin época definida,
vestía con capa,
sombrero y bastón,
gustaba de fumar
en pipa, de leer biografías heroicas,
escuchaba a
Wagner en las tardes y coleccionaba dagas, floretes y espadas...
él disfrutaba de
los ocasos desde el balcón de su casa vieja,
de las largas
caminatas en el malecón
y tomaba un vaso
de coñac cuando hacía frío.
Una tarde
predestinada los dos coincidieron
en el paseo
vespertino en la alameda,
se miraron a los
ojos como si de antaño se conocieran
(quien sabe la historia
que encadenaba sus almas),
él, galante la
saludó quitándose el sombrero e hizo una reverencia,
ella le
correspondió esbozando una sonrisa,
él le ofreció el
brazo, ella lo tomó.
Semanas más tarde
unieron sus vidas
(sus historias
inconclusas) frente al altar
y se embarcaron
juntos hacia la eternidad.