Era noche oscura,
era noche de luces fantasmas... en el bosque vagaba la niebla mientras que un
joven elfo vestido a la antigua con una capa gris que arrastraba sobre la
hojarasca caminaba pensativo en la senda agreste... su rostro anguloso era
pálido y el viento despeinaba sus largos cabellos cenicientos. Un búho lo
vigilaba a escondido entre el ramaje verdinegro de un añoso árbol frondoso.
- ¡Qué tranquila
está la noche! – exclamó – los lobos no aúllan.
Y meditaba en
silencio cuando un ruido semejante al crujir de la madera vieja llegó a sus
oídos...
- ¿Quién anda por
ahí? – interrogó al viento.
El crujido se
hizo mas intenso, se escucharon lontanos lamentos como llantos cansados, como
quejidos de torturados, como estertores de moribundos... el joven elfo se
estremeció, pero esperaba a su novia, la bella doncella sacerdotisa de la luna.
Entonces tomó coraje y se apoyó en el tronco de un árbol gigantesco dispuesto a
enfrentar todo peligro.
El crujido se
alejaba y se acercaba desorientándolo, ya tenía su puñal en la mano... de
pronto el árbol en el que estaba apoyado se estremeció... él se apartó
despavorido... todo era noche... todo era sombra... todo era crujidos.
Una mano gélida
se posó sobre su hombro, él giró sobresaltado... era su novia que sonriente
llegaba a la cita.
- Amado mío –
dijo risueña – soy yo... no te asustes.
- ¿No escuchas
esos espantosos lamentos que salen de las entrañas de los árboles? – le
preguntó el joven abrazándola con el afán de protegerla de lo ignoto.
- ¡Ah!... sólo
son las almas de los árboles muertos – respondió ella casi riendo a carcajadas
– descienden a las profundidades de la tierra... dentro de algunos siglos se
convertirán en diamantes.
El joven se
sonrojó. Se besaron y tomados de la mano se encaminaron a la gruta de los
ensueños.
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