Mascarada
Una tarde lluviosa los Llantos Cansados del Bosque llegaron a mi
vetusta mansión como errantes viajeros solicitando posada. Por ser amigos de
los Elfos les abrí mis puertas cerradas y les ofrecí buen vino añejo, aquel
vino que no se libó en nuestras nupcias, y que dormía sus sueños alcohólicos en
la bodega cerrada.
Al atardecer el Séquito de las Penas arrimó a mi retiro pidiendo
asistencia para la Infanta
de la Melancolía a quién traían herida de muerte envuelta en una mortaja. Les
cedí aquella alcoba de paredes rosa colonial ahora olvidada en invierno
condenada a no conocer estío y que nosotros habíamos destinado para la niña que
naciera de nuestras noches de desvarío.
Ya había caído la noche cuando la Dama de las Angustias llegó desesperada para
contarme su último infortunio y la recibí en la acogedora salita virreynal. Le
dije a mi anciana aya que nos sirviera té amargo cuando el Heraldo de las
Sombras se anunció con la borrasca… me traía una carta amarillenta, aquella carta
que él nunca pudo enviar.
Subí las escaleras y entré a la que aún en su muerte yo llamaba
nuestra alcoba… me arrojé sollozando al mullido lecho de doseles de tul perla, aquel
lecho que hubiera sido el altar para nuestros ritos de amor. La luna anunció
medianoche y llegaron los preludios evocando su memoria con las notas luctuosas
de un violín escondido en la penumbra de la enramada… me puse de pie y atisbé
por el ventanal detrás del cual la noche también lloraba.
La tempestad desgarró los viejos árboles, el viento azotó el
ventanal y los cristales se quebraron con estruendo… y fueron como puñales de
luna en mi pecho. Bajé las escaleras y el espejo me devolvió mi imagen: Pálida
como una aparición y con el albo camisón manchado de sangre. En el gran salón,
a la luz de mortecinos resplandores, una orquesta fantasma tocaba las notas del
Danubio Azul.
Mis misteriosos invitados danzaban en fatal mascarada ocultando
sus rostros con antifaces y caretas de fantasía, atravesé el salón entre los
espectros de la noche arcana. Salí y me enfrenté cara a cara con la borrasca, el
viento y la lluvia azotaron mi rostro… pero él me llamaba detrás de la ignotía
nocturna como todas las noches me buscaba en sus sueños de ultratumba.
Él estaba de pie junto a la pérgola desbaratada por la tempestad.
Hermoso como un espectro, magnífico como un príncipe envuelto en su capa de
tinieblas y muerte... la lluvia escurría por sus largos cabellos oscuros. Me
sonrió, yo me acerqué y él me tomó entre sus brazos, acarició mi mejilla y
tomando mi mentón me besó en los labios… su boca tenía sabor a licor y sangre.
Me tomó de la mano y juntos regresamos a la mansión, antes de
pasar el umbral él me levantó entre sus brazos.
- Mi novia más allá de la vida y de la muerte - me dijo
apasionadamente.
Atravesamos el salón y los espectros se abrieron a nuestro paso para
descubrir un altar que parecía haber emergido del averno. Un sacerdote vestido
de negro semejante a un excomulgado estaba dispuesto a oficiar.
- ¿Tomas a ésta mujer para amarla, protegerla y respetarla más
allá de la muerte? – le preguntó el sacerdote excomulgado.
- La tomo y juro amarla eternamente – respondió.
- ¿Aceptas a éste hombre para amarlo, obedecerlo y respetarlo más
allá de la muerte? – me preguntó el
sombrío oficiante.
- Acepto y juro que seré suya para siempre – respondí.
- Entonces yo os declaro unidos mas allá de la misma muerte, una
noche al año el tiempo se detendrá y vosotros seréis los dueños de ésas horas… del
ocaso al alba la carne será carne, la sangre será sangre y los dioses dormirán
mientras que vosotros os amáis – dijo el sacerdote excomulgado.
El sombrío oficiante alzó un cáliz de plata y nos lo ofreció.
- Beban de éste cáliz la consagración de vuestro amor para la
eternidad y vuestra condenación a la no muerte para siempre – dijo funesto.
Bebimos… era sangre, la sangre de los santos y mártires. Luego nos
dio la comunión en una patena de oro.
- Coman de éste pan, serán como los dioses pero no olvidarán su
humanidad y sufrirán por vuestra propia inmortalidad – concluyó nefasto.
Comulgamos y luego nos besamos apasionadamente. El infierno se
tragó el altar y al sacerdote excomulgado, no nos importó de donde había salido
el elegido del averno… estábamos casados desde aquí a la eternidad… ¿bendecidos
o maldecidos?, no lo sabíamos. Ya en nuestra alcoba, como esposo y esposa, él me tumbó suavemente sobre el lecho.
- Bella como la
Dolorosa – me susurró al oído.
Me quitó el camisón de gasa que estaba manchado de sangre y sus
manos acariciaron mis pechos con suavidad y dulzura. Intentó quitarme los
fragmentos de cristal que tenía clavados como si fueran puñales de niebla y
lluvia.
- No me los hurtes – dije – quiero que tu amor me duela las noches
en las que estarás ausente, húndelos en mi corazón voluptuosamente.
Él desabotonó su camisa y dejó su pecho al descubierto, me abrazó
apasionadamente y los puñales se hundieron en mi corazón al empuje viril de su
peso.
La borrasca cesó pero quedaron unos ecos de rugidos en el viento.
Las farolas bañaban de luz fantasmagórica el patio toledano y mis invitados
continuaron con su mascarada en el gran salón. Besos, caricias y abrazos
encendieron la lujuria… al verme desnuda entre sus brazos y a merced de sus
deseos rutiló la inocencia en sus ojos siempre fulgentes de malignidad… él era
un bárbaro en la batalla pero era inocente a la hora de amar. Sus manos
sacrílegas eran suaves para las caricias, sus labios blasfemos eran dulces al
besar… él era un demonio y me entregó su castidad. Destrocé su inocencia
amorosamente despertando al guerrero a los placeres de la lubricidad… él me
había enseñado de iglesias convertidas en hogueras, yo le enseñé que la pasión
al desatarse en un lecho quema mucho más.
Saciado el deseo nos quedamos dormidos un instante, él me cobijaba
entre sus brazos y yo apoyaba la cabeza en su pecho. El alba vestida de rosa
asomó en los ventanales... y su abrazo se hizo gélido, en su pecho se silenció
el latido… él era un espectro venido de la tumba. La alborada anunciaba la hora
de los ángeles tranquilos, la noche había cedido su dominio.
- Yo velaré por ti desde las sombras – me dijo al tomar su capa –
eres mi dama y mi diosa… te he condenado a ser mía mas allá de la muerte,
perdóname...
Su voz se quebró como un sollozo, posó sus labios sobre los míos y
acarició uno de mis rizos que caía sobre mi frente. Se envolvió en sombras y tomó
el sendero de la muerte.
Bajé las escaleras despavoridamente tras de él. En el jardín la
mañana se despertaba pero en el salón era noche cerrada. Las doncellas del
Séquito de las Penas me atraparon y entre jaleos me vistieron con ropajes
mortecinos… a mi cintura enlazaron un rosario de perlas, alborotaron mis
cabellos, me ciñeron una corona de lirios y terminaron mi tocado con un velo de
tul que cubría mi rostro. Las lloronas se apartaron cuando se acercó la Dama de las Angustias, ella
me ofreció un espejo oscuro donde se reflejaba la noche y se abría el portal al
Valle de las Sombras. El mas digno señor de los Llantos Cansados del Bosque me
ofreció una vela ambarina que yo sostuve en mi mano.
- Salve Celesta – exclamó – sois la reina de la Mascarada , sois la Dulce
Muerte.
El salón giró a mi alrededor mientras rompía una cascada de
arpegios, la noche sempiterna invadió la mansión cerrada y se encendieron
fantasmales candiles azules. El estruendo de cascos en el patio arrasó una
melodía, los Caballeros del Morte habían llegado y se presentaron como los
paladines enviados por mi esposo para velar por la seguridad de mi refugio.
Salí a descubrir la noche tras el velo, atravesé el jardín y me
detuve junto a la pérgola… la luna azul y gélida derramó sus rayos sobre los
lirios de mi corona fúnebre.
- Los puñales los llevo en el pecho como alfileres sujetándome su
recuerdo, es hora de que los guerreros guarden sus espadas – exclamé – mi mansión
donde la noche es eterna abre sus puertas, bienvenidos sean todos aquellos que
aman las tinieblas.
Llegaron los guerreros cansados con sus espadas rotas, estaban sedientos
y les di de beber vino y cerveza… luego encontraron el descanso entre los
brazos de mis doncellas. Los cánticos de guerra fueron desterrados, muchos
descubrieron que eran poetas bajo un hechizo de gótico romanticismo. Rivendel
en penumbras, mascarada de vampiros.
oOoOoOo
Desde entonces la alborada no se atreve a asomarse por los
ventanales de la mansión maldita en donde los fantasmas danzan, las tristezas
sonríen y los duelos cantan... yo soy la Señora del lúgubre feudo. Las armaduras se
guardaron en el desván. Mis caballeros visten capas de negro terciopelo y mis
damas miriñaque, mantilla y tafetán.
Cuando nos cansan los bailes y las largas charlas, organizamos una
comparsa en noche de niebla o de borrasca… entonces es el espanto que recorre
los caminos. Los Caballeros del Morte como esbirros, Los Llantos Cansados del
Bosque, el Séquito de las Penas, Vampiros de Drama y Doncellas de Tragedia forman
la marcha alucinada guiados por la mortecina luz de mi cirio que nunca se
apaga.
Si deseo invitar al baile a un músico, un soñador o un poeta basta
con que lo visite en sus sueños rotos o me cruce en su camino cuando extravíe
la senda. Como una Walkyria escoge guerreros para el Walhalla escojo a mis caballeros,
pero no con una lanza… basta que levante mi velo y lo ciegue con la luz de mis
ojos… o que con un beso robe su alma.
Liliana Celeste Flores Vega - agosto 1994
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