Llegó la noche de luna llena. Esperaba con ansias que mi íncubo me
visitara, deseosa de sentir sus labios deslizándose por mi carne trémula, y dormitaba
semidesnuda como para provocarlo cuando llegara. El reloj dio una campanada, la
hora azul se iba y él no llegaba… la inquietud cosquilleó mi piel pues mi
amante nunca se retrasaba... pero debí de adivinar lo que pasaba pues un año se
cumplía desde la primera noche en la que me tomó con violencia y infamia. Me
puse de pie y tomé mi bata, me asomé por la ventana y vi que en el cielo se deslizaban
nubes enmascaradas.
Un relincho de ultratumba me sobresaltó, volteé atemorizada… y vi
que en medio de mi alcoba un corcel negro salido de una pesadilla ufano
resoplaba. El jinete de tan espantable criatura era el Príncipe de la Muerte embozado en su capa
de tinieblas, con su espada en la diestra me miró amenazante, se bajó de su
montura y me tomó del brazo con violencia… yo vestía un breve camisón de encaje
que no cubría del todo mi desnudez, el perfume de violetas emanaba de mi
cabellera… él me atrajo hacia sí pero el acostumbrado gesto que hacía para
darme un beso se trastocó cuando percibió el perfume y exclamó furibundo:
¡Ramera!
Respondí su insulto con una bofetada y él me tumbó sobre el lecho,
agobiada bajo su peso tuve el coraje de desafiarlo.
- ¿Dónde está mi amante? – le pregunté, sus ojos rutilaron de
rabia.
- ¿Amante?... creí que lo detestabas, ¿acaso no te quejaste la
primera vez que él te tomó? – me escupió como respuesta a la cara – olvídate de
él... ¡tú eres mía!
- Sí y lo hice esperando que vengaras el ultraje pero tú mismo a
él me entregaste por un año – le contesté airada – ahora dices que soy tuya, ¿tuya
para ponerme otra vez en venta, alquiler o subasta?... me llamas ramera cuando
tú mismo me dijiste que con él fuera amable.
Al no encontrar réplica a mis palabras apeló a su absurda lógica.
- Te dije que fueras amable, no que te enamoraras de él – me dijo
titubante – fue el precio que él me exigió por derramar su sangre al pie de la
atalaya. Perdóname, no creas que soy un rufián... permite que te haga mía, con
mis manos borraré las huellas de sus caricias.
- Comprendo el trueque – le respondí – pero ¿quién te dijo que yo
deseo borrar sus caricias de mi piel?. Puedes montar tu espantable corcel e
irte a cazar almas por ahí, si me prohíbes ver a mi amante prefiero dormir sola
antes de ceder a tus caricias aunque digas que soy tuya.
Aflojó la presión que sobre mí y echó hacia atrás sus cabellos
oscuros.
- Entiendo tu enojo y lo justifico – admitió – te entregué en los
brazos de otro, te obligué a satisfacer sus deseos y ahora reclamo que me
recibas como a tu esposo... pero comprende que te amo y que si tú sufriste bajo
sus caricias para mí el año que ha pasado ha sido doblemente doloroso, quiero
tomarte y hacerte mía, ardo en deseos de poseerte.
- Pues el desagrado se volvió placer entre sus brazos – le
respondí resistiendo al fulgor de su mirada esmeralda respondí – si tú deseas
saciar tus deseos tendrás que recurrir a la violencia que con agrado no cedo.
Se dispuso a ejercer la violencia, me besó con apasionada rabia
pero mis labios no le correspondieron, sus manos recorrieron mi cuerpo pero
tuvo que lidiar con mi rigidez de estatua, finalmente se convenció de que a la
fuerza no obtendría besos.
- ¿Qué puedo hacer para que me perdones? – me preguntó suplicante.
- Muy enojada estoy contigo, no soy mujer que se compra con
obsequios – le respondí, viendo que ya no era de temer el espectro, con la
coquetería innata de una fémina – soy romántica como las damiselas de los
cuentos pero no creas que me entregaré si me recitas un par de versos.
Me levanté del lecho haciéndome dueña de la situación y tomé las
riendas de su fantasmagórico corcel.
- En primer lugar no es propio de un caballero invadir la alcoba
de una dama y yo no recuerdo haberte invitado – proseguí – olvidaré éste
agravio si montas tu corcel y te retiras. Dices que me amas y espero que lo
demuestres como lo hace un caballero.
Él me hizo una reverencia y tomó las riendas que yo le ofrecía, montó
a la fabulosa bestia y desapareció en la niebla. Me acosté arrebujándome entre
las sábanas pero antes de quedarme dormida percibí que los portales de mi alcoba
eran cerrados con cadenas.
Liliana Celeste Flores Vega, mayo 1992
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