Pedro era un hombre solitario y endurecido por los sufrimientos. Desconocía sus orígenes pues siendo un recién nacido fue abandonado en un orfanato, a los diez años se escapó, llegó al puerto y rogó para que lo aceptaran como grumete en un barco pesquero. El sol del trópico y la dura vida en altamar habían curtido su rostro y su alma, a sus cincuenta años aparentaba llevar una década más a cuestas y en sus ojos grises había un perpetuo velo de tristeza.
En su último viaje sufrió un accidente. Mientras aseguraba la carga en la bodega unos toneles rodaron, le cayeron encima y le fracturaron la pierna derecha. A consecuencia de eso cojeaba y se sentía demasiado achacoso para seguir trabajando en un barco, pero no podía alejarse del mar. Entonces decidió responder un aviso que llevaba varios meses en el pizarrón de la taberna en el que se solicitaba un guardián para un faro ubicado en un remoto cabo que se adentraba en el Mar del Norte.
Cuando desembarcó en el puerto norteño se llevó una agradable sorpresa al encontrarse con un pintoresco pueblo y se extrañó de que el puesto de guardián del faro, que imaginaba en un lugar austero y miserable, no hubiera sido tomado antes. Se dirigió al faro que se ubicaba sobre un promontorio, le llamó la atención una formación de piedra que se alzaba sobre el acantilado bajo el que se estrellaban las olas con un murmullo casi musical… de lejos parecía la figura de una mujer que miraba hacia el mar y a sus pies había flores secas, caracoles y vasijas de arcilla. Pensó que sería alguna clase de culto pagano dedicado a una diosa marina pero no le causó inquietud, durante su vida había visto las más estrambóticas supersticiones, las ofrendas a aquella figura producto de la erosión era algo inocente.
Pedro subió la escalinata que llevaba a la base del faro y tocó la
desvencijada puerta de madera, después de un rato fue atendido por un anciano
decrépito.
— Soy Pedro y vengo por el trabajo — dijo.
— Gracias a los Dioses — murmuró el anciano — ya no puedo con esta
carga.
— Es un bonito faro con una vista hermosa — dijo Pedro — me extraña que
el puesto haya estado vacante tanto tiempo.
— ¿No conoces la leyenda que se cuenta de este lugar? — preguntó el
anciano, Pedro negó con la cabeza — dicen que algo maligno habita en estas
aguas, el faro debe de encenderse todas las noches sin falta pues sin su luz un
terror indescriptible destruirá el pueblo… pero es solo un cuento, en todo este
tiempo nunca he visto nada sobrenatural… aunque tampoco he faltado ni una sola
noche a mi deber.
Durante dos semanas el anciano instruyó a Pedro en la labor que debería de realizar. Los viernes entregaban las provisiones, la leña y el combustible. No tendría que preocuparse por nada más que encender el faro todas las noches. Después el anciano se despidió de Pedro y se marchó para pasar sus últimos días en un asilo.
Y así pasaron los meses hasta que se cumplió un año. Durante las primeras semanas algunos días Pedro bajaba hasta el pueblo para almorzar, pero notó que las personas lo miraban con desagrado y hasta con miedo, entendió que ser el guardián del faro equivalía a ser un apestado. Decidió no bajar al pueblo a menos que fuera por algo muy necesario y aprendió a convivir con la soledad.
Una noche se desató una terrible tormenta, Pedro se mantuvo pendiente del faro pues sabía que en esas condiciones muchas vidas dependían de que la luz no se apagara. Y fue al amanecer, cuando la tormenta amainaba, que escuchó aquella voz por primera vez… parecía un cántico dulce y triste a la vez… ¿Sirenas?... No, él no creía en esos cuentos.
Dos días después escuchó el mismo cántico, esta vez al atardecer, mientras contemplaba el horizonte fumando su pipa. Eso se repitió varias veces y pensó que tal vez estaba enloqueciendo por la soledad y el aislamiento. Entonces decidió bajar al pueblo para visitar al anciano a quien no veía desde hace más de cuatro meses, pero cuando llegó al asilo le dijeron que el anciano había fallecido, aunque le había dejado una carta.
Pedro regresó al faro y leyó la carta. En ella el anciano le decía que en uno de los cajones de la cómoda había un cofre y en este una llave que abría la puerta de una trampilla que conducía a un recinto subterráneo. Pedro tomó la llave, abrió la trampilla y encontró una escalera de piedra que según sus cálculos atravesaba el promontorio sobre el que se alzaba el faro. Mientras más bajaba más sentía la humedad hasta que llegó al mencionado recinto. Parecía una cueva natural adaptada como bodega para vinos y luego remodelada como un estudio. Encontró varios toneles, una repisa con libros y una mesa con una silla destartalada.
Colgó su lamparín de un gancho y empezó a revisar los libros enmohecidos en busca de alguno en buen estado. Encontró un grueso volumen cuya cubierta de cuero tenía una ligera pátina verdosa y lo llevó a la mesa para leerlo. Era una especie de diario fechado en sus inicios hace tres siglos y continuado por los sucesivos guardianes del faro. Leyó sobre unas gentes que antaño habían habitado en el lugar y realizaban ciertos rituales que mantenían dormido al terror sin nombre, de una hechicera llamada Leuxia que había sido elegida por las estrellas para enfrentar a ese terror indescriptible, pero había desaparecido… también leyó que una vez el terror llegó con la oscuridad y el frío, entonces apareció una anciana misteriosa quien lo enfrentó, pero quedó convertida en piedra.
Contaban también sobre unas repugnantes criaturas de aspecto anfibio que eran heraldos del terror sin nombre y del horrendo cántico que entonaban… pero solo era una recopilación de leyendas, ninguno de los guardianes del faro aseguraba haber sido testigo de esos hechos, al contrario, habían anotado que durante todos los años que sirvieron en el faro nunca habían presenciado ningún hecho sobrenatural y el mayor miedo que habían experimentado era el de perder la razón a causa de la soledad pues las personas del pueblo evitaban todo contacto con ellos como si estuvieran tocados por una maldición.
Pedro cerró el libro, le había parecido escuchar aquella voz otra vez… efectivamente el triste y dulce arrullo se escuchaba muy cerca, casi detrás de una de las paredes... se acercó a esa dirección y tanteó el muro de ladrillo cubierto con escayola que estaba humedecido, hizo presión y un pedazo del muro cedió. Se asomó por el boquete abierto, vio la inaccesible playa que se veía bajo el faro… y la silueta de una extraña criatura entre las olas.
Pedro subió la escalera y volvió con un pico, derrumbó el muro dejando al descubierto la entrada original de la cueva que daba a la playa y salió del recinto al momento que una ola entraba en el mismo y las aguas llegaban hasta la mesa. Entonces escuchó otra vez el cántico… un escalofrío lo recorrió al descubrir que aquel hermoso arrullo provenía de una horrenda criatura semejante a un anfibio con rasgos repulsivamente humanos. La criatura le devolvió la mirada, extendió sus brazos hacia él y volvió a entonar su hipnótico cántico… Pedro dio un par de pasos hacia la criatura, pero reaccionó, se cubrió los oídos y huyó espantado.
Colocó un pesado baúl sobre la trampilla, pero desde entonces y todos los días al amanecer escuchaba el cántico de la criatura que al parecer se había alojado en el recinto subterráneo ahora inundado por el mar y al atardecer la veía nadando entre las olas.
Finalmente, la soledad hizo que Pedro se acostumbrara a la presencia de la criatura que demostraba ser pacífica. Y una mañana abrió la trampilla y descendió por la escalera de piedra. El agua llegaba a la altura de medio metro del recinto, la mayoría de los libros se encontraban a salvo y la criatura estaba recostada sobre la mesa. Entonces Pedro pudo observarla con detenimiento, su apariencia era femenina, aunque carecía de pechos como las sirenas de los cuentos, su piel era lustrosa y verdosa con motas negras semejante a un bagre, su rostro se parecía al de una rana y su mirada era perturbadoramente humana.
Después de ese primer encuentro vinieron muchos más. La criatura parecía impaciente por comunicarse con Pedro, pero él no entendía sus gestos, entonces ella trajo varias piedras pequeñas y las juntó formando unos símbolos sobre la mesa, Pedro no tardó en reconocer que eran runas, sin duda la criatura quería decirle algo. Para su fortuna en la repisa encontró un libro sobre el significado de las runas y en un par de semanas pudo descifrar el mensaje que la criatura quería darle:
«Siete días después del solsticio de invierno el terror sin nombre regresará, deben de huir»
Pedro no supo qué hacer y durante días no pudo conciliar el sueño, era noviembre y el solsticio de invierno se acercaba ¿Cómo podía convencer a las personas del pueblo que creyeran en una leyenda? Tal vez si capturaba a la criatura y la llevaba al pueblo… pero después de haber entregado su mensaje la criatura mantenía su distancia contemplándolo desde las olas al atardecer.
El día del solsticio de invierno Pedro bajó al pueblo y gritó la advertencia en medio de la plaza donde todas las personas estaban reunidas para celebrar la fiesta, pero creyeron que había enloquecido. Lo insultaron, le arrojaron piedras y lo hicieron volver a su faro.
Cuando el séptimo día llegó Pedro divisó una extraña niebla que descendía del Norte y supo que con ella venía el terror sin nombre, encendió el faro como una última esperanza, pero cuando la niebla rozó al acantilado la luz del faro languideció y se extinguió, intentó volver a encender el faro varias veces sin éxito… entonces los vio, aquellas formas indescriptibles que se retorcían en la bruma… esos seres no eran de este mundo ni del mundo de las pesadillas… provenían de un lugar peor, más oscuro y más frío.
Pedro se escondió en el recinto subterráneo agazapándose sobre un tonel y cubriéndose con una manta temblando como un niño que ve sombras en su habitación. Perdió la conciencia y la noción del tiempo hasta que una mano húmeda y viscosa le acarició el rostro… despertó, vio a la criatura y entendió que el terror sin nombre se había ido y era seguro salir. Entonces bajó al pueblo con el corazón agitado temiendo encontrarse con una visión de pesadilla, las calles cubiertas de cadáveres con un rictus de espanto en sus rostros cetrinos o desmembrados sobre charcos de sangre... más no encontró nada, o mejor dicho a nadie, todos los habitantes habían desaparecido sin dejar rastros.
Por Liliana Celeste Flores Vega
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