Después de seis
años trabajando en la ciudad Pablo sintió nostalgia por el pequeño caserío de
la serranía en el que había crecido, tomó un bus interprovincial que lo dejó en
el poblado más cercano, el resto del camino tendría que hacerlo a pie o si
tenía suerte se encontraría con algún campesino que pudiera hacerle un lugar en
su carreta.
Con su mochila al
hombro y algo de dinero en el bolsillo que pensaba invertir en arreglar la
cabaña de sus ancianos padres, empezó a caminar en el sendero de trocha. La
alegría danzaba en su corazón a cada paso que lo acercaba a su querido terruño.
Cayó la noche y se
sentó sobre una piedra para descansar un rato y buscar su linterna que tenía en
la mochila. Entonces percibió un hedor y escuchó un silbido, la sangre se le
heló en las venas recordando las historias sobre el aya uma que le contaba su
abuela, una siniestra criatura cuya apariencia era la de una cabeza putrefacta
que avanzaba emitiendo silbidos y dando saltos buscando una víctima, cuando la
encontraba saltaba y se pegaba a su cuello para chuparle la sangre. Luego dejó
escapar una risa, esas eran supersticiones de personas ignorantes y él ya no
era un tonto muchacho de un caserío perdido. El hedor y el silbido tendría
alguna explicación, tal vez un cazador furtivo arrastrando un animal en estado
de putrefacción.
Prosiguió su
camino pero al poco rato se vio sorprendido por un aguacero, afortunadamente
divisó las ruinas de una iglesia y se refugió allí. Pasó una noche horrible, el
viento aullaba y sacudía los tablones del techo de la precaria iglesia pero lo
que más le aterraba eran los ruidos y silbidos que escuchaba... Y ese hedor
insoportable. Cayó de rodillas y empezó a rezar como no lo hacía desde hace
mucho tiempo.
Finalmente llegó
el amanecer y la calma. Salió de su escondite y prosiguió su camino. Cuando
llegó al caserío lo encontró en un estado deplorable, se podía oler la muerte
en el ambiente. Corrió a la cabaña de sus padres y los encontró muertos con
marcas en el cuello. Desesperado salió a la calle gritando su dolor... tocó las
puertas de las demás cabañas y con horror descubrió que todos estaban muertos,
excepto una anciana que encontró agonizando en un charco de sangre...
— Aya Uma —
murmuró la anciana antes de morir entre sus brazos.
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