Hace
algunos milenios, si uno se atrevía a cruzar los parajes oníricos, podía
vislumbrar tras las brumas del ensueño, un fantástico reino.
Aquella lontana noche olvidada
por el tiempo, los señores principales de aquel reino estaban reunidos en el
salón del trono del castillo y discutían mientras esperaban al rey. Cuando el
rey llegó – noble guerrero de edad madura pero aún vigoroso – se hizo el
silencio, un silencio incómodo y tirante obligado por el respeto que los nobles
profesaban al soberano.
- Su majestad – dijo el
archiduque – en dos semanas expirará el tratado... los cien años ya se han
cumplido, es urgente que el gran sacerdote revele quien es la elegida, estamos
contra el tiempo... debemos de ubicar a la doncella marcada por las estrellas
para el sacrificio.
- Lo sé – respondió el rey –
llamen al gran sacerdote.
El gran sacerdote era un
anciano venerable de serena mirada triste, entró al salón del trono con un
pergamino, el rey le ordenó hablar.
- Las estrellas me han señalado
a la doncella – exclamó solemnemente el gran sacerdote – la elegida es la hija
del rey.
- ¡No... mi hija no puede ser
sacrificada! – rugió el rey.
- Es la ley – repuso el gran
sacerdote – cada cien años sacrificamos a la doncella que eligen las estrellas,
si no lo hacemos las hordas infernales arrasarán el reino.
El rey lloró pero era la ley.
Despidió a los nobles y se dirigió a las habitaciones reales donde su hija
jugaba con sus damas de honor.
- Hija mía – dijo el rey
dirigiéndose a una adorable niña de no más de quince años – acompáñame... tu
has sido elegida por las estrellas... desde ahora debes de permanecer en la
torre de ámbar, el gran sacerdote te preparará para el ritual.
- ¡No puede ser! – exclamó un
varonil guerrero que espada al cinto había permanecido en silencio, era el
guardián de la princesa.
- Es la ley – le respondió el
rey – es mi hija y la entrego como debe de ser.
- No entiendo, padre – dijo la
adorable princesa que había sido criada lejos del pecado y era ignorante de toda
maldad.
- Solo obedéceme – le respondió
el rey – acompáñame, tus damas se encargaran de preparar tu equipaje.
- ¡Yo no lo permitiré! – rugió
el guardián de la princesa, las damas lloraban lágrimas silenciosas y la
princesa no comprendía el motivo de tanta aflicción - ¡es su hija!, ¿cómo puede
permitir que ella sea la elegida de las estrellas?.
La princesa hizo una reverencia
acatando las órdenes de su padre y tomó su capa de viaje. Su guardián cayó de
rodillas suplicándole al rey pero éste permanecía duro como una piedra, las
lágrimas se habían petrificado en sus ojos.
- No te preocupes por mí – dijo
la princesa acariciando la mejilla de su guardián que permanecía de rodillas –
si las estrellas me han elegido debe de ser para algo bueno.
En su desesperación el guardián
de la princesa intentó atacar al rey. La guardia real defendió bravamente al
monarca y el guardián fue reducido por cinco feroces guerreros. El rey llevó a
su hija a la torre de ámbar.
En una húmeda mazmorra el
guardián de la princesa yacía en un lucho de paja podrida, había sido
brutalmente golpeado pero tenía el firme propósito de salvar a la inocente
princesa de su fatal destino. Días después encontró la manera de huir, cuando
lo llevaban al tribunal para ser juzgado se liberó de los guardias que
creyéndolo aún débil no lo sujetaban con firmeza... se enfrentó a los guardias
reales, logró huir por los subterráneos y finalmente se arrojó a las cloacas...
lo dieron por muerto.
La princesa estaba en la torre
de ámbar, el gran sacerdote era el único
que se ocupaba de ella... acostumbrada a los cuidados de sus damas la princesa
estaba triste y se sentía solitaria, se preguntaba que motivos habían impulsado
a su fiel guardián a atacar tan insolentemente a su padre e ignoraba su fatal
destino... sollozaba y se negaba a comer.
Solo faltaban cinco días para
que expirara el tratado. El gran sacerdote ultimaba los detalles del sacrificio
cuando el guardián de la princesa irrumpió en el templo y le cortó la garganta
de un solo tajo... tomó las llaves, se dirigió a la torre de ámbar y mató a las
dos feroces quimeras que custodiaban la puerta. En una de las habitaciones
estaba la princesa, muy pálida y sollozando recostada sobre un diván, mas al
verlo sonrío.
El guardián tomó a la princesa
entre sus brazos, ella estaba débil pues se había negado a comer los insípidos
potajes que le preparaba el gran sacerdote. Se aferró al cuello de su guardián
y él no perdió el tiempo, bajó las escaleras con su preciosa carga y montó uno
de los corceles sagrados del templo. Huyeron a todo galope.
Al amanecer se ocultaron en una
cueva, estaban muy cansados y se quedaron dormidos abrazados. Era peligroso
huir durante el día pues aún estaban dentro de los límites del reino, pasaron
todo el día ocultos a pesar del hambre.
- ¿Qué es lo que ocurre? – le
preguntó la princesa a su guardián.
- Eres la elegida por las
estrellas – le respondió.
- Pero eso debe de ser algo muy
bueno... ¿o no? – interrogó ella.
- Es tradición del reino
sacrificar a una doncella cada cien años para aplacar la furia de las hordas
infernales, tú fuiste elegida por las estrellas para ser sacrificada – le
explicó su guardián, la princesa estaba
estupefacta – por eso ataqué a tu padre... por eso te he raptado... no quiero
que te entreguen a las hordas del infierno.
La princesa, enterada
finalmente de la situación y de su fatal destino, lloró refugiada en el pecho
de su guardián. Al caer la tarde continuaron huyendo. Y así pasaron tres
jornadas... escondiéndose durante el día y huyendo en la noche. Los guardias
del reino buscaban a la princesa y a su guardián por todos los senderos.
Llegó el día maldito. El corcel
cayó muerto del esfuerzo de la carrera, la princesa y su guardián siguieron
huyendo a pie. Entonces el cielo se oscureció a pesar de ser mediodía... se desató
una terrible tormenta y los huracanados vientos eran sacudidos por horrendas
carcajadas.
- ¡Busquemos refugio! – exclamó
el guardián mientras la Caravana de los Siete Pecados bajaba a la tierra desde
la oscuridad del limbo.
- ¡No huirán de nosotros! – exclamaron
las horripilantes voces sepulcrales entre los truenos - ¡devoraremos a la
elegida!
¡Huir había sido inútil!. El
guardián abrazó a la princesa para protegerla de la feroz vorágine... fueron
golpeados contra las rocas, el viento silbaba... pero milagrosamente
encontraron un pequeño refugio en una cueva en la que se ocultaron de
inmediato.
Desde su refugio la princesa y
su guardián contemplaban espantados a una mujer vestida de escarlata con una
escolta de pequeños demonios rabiosos armados con trinches y dagas, era la Ira
y ensangrentaba el cielo. Una pálida doncella somnolienta llevada en una litera
por unos diablillos, era la Pereza. Otra mujer increíblemente obesa con una
comparsa de gordinflones duendecillos, era la Gula. Una bella vampiresa rodeada
de sátiros y montada sobre un centauro, era la Lujuria. Otra bella mujer
adornada excesivamente de joyas y acompañada de un séquito de condes malditos,
era la Soberbia. Una anciana encorvada bajo el peso de un enorme costal repleto
de monedas de oro y acompañada de escuálidos espectros, era la Avaricia. Y
finalmente, una mujer enjuta y verdosa custodiada por un séquito de esqueletos,
era la Envidia.
- ¡Queremos a la doncella! –
exclamaban estas horrendas mujeres mientras las hordas infernales seguían saliendo
de un agujero negro en el cielo convulso.
- ¡No permitas que me lleven
con ellas! – sollozó la princesa aferrándose a su guardián.
- ¡Te amo! – exclamó el
guardián confesando su secreto – no permitiré que te lleven, te defenderé con
mi vida, te lo juro.
El guardián abrazaba a la
princesa y estaba dispuesto a dar su vida por ella pero lo cierto es que no
sabía como detener a la horda infernal. El espantoso grito era ya un aullido:
“Queremos a la doncella elegida por las estrellas, queremos a la doncella”.
Entonces el guardián, iluminado
por la sabiduría del amor, supo que
hacer: Tomó entre sus brazos a la princesa y la besó apasionadamente.
- ¡Amémonos! – exclamó el
guardián, ella cedió embriagada por el ímpetu del beso... virgen inocente, se
ofreció sin poner resistencia.
El guardián la acarició con
ternura y empezó a desnudarla con delicadeza... pero afuera el tropel rugía...
entonces violentamente desató sus bragas, rasgó el faldón de su amada princesa
y la penetró... ella gimió por la brutal embestida que desgarró sus entrañas.
La horda infernal descubrió la cueva donde se ocultaban y entraron como
corceles desbocados, encontraron al guardián jadeando sobre la princesa... la
doncella elegida por las estrellas ya no era doncella... y se marcharon, dejando
a los amantes fornicando.
La princesa descansaba entre
los brazos de su guardián, sonreía a pesar del dolor que aún sentía entre las
piernas mientras que él no cesaba de decir que la amaba. Caía la tarde, el
horizonte teñido de bronce, fuego y sangre... el reino era arrasado por las
hordas infernales.
Liliana Celeste Flores Vega - escrito en 1990
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