Lucía era una flor rara arrancada de tierras lejanas y
plantada en un invernadero oriental pero nunca quiso contarme de dónde venía ni
como había llegado al harén… nunca hablaba de su infancia. Compartíamos una
habitación del serrallo y dormíamos juntas sobre una mullida alfombra entre
almohadones de terciopelo… mudos testigos de inocentes caricias que
compartíamos en silencio mientras nos dejábamos envolver por las volutas de
incienso.
Cuando el amo llamaba a una de nosotras a su alcoba la otra
se quedaba como una felina enjaulada dando vueltas en aquella celda de
terciopelo y oro… cuando una volvía la otra no le decía nada, ya tenía
preparada la tinaja llena de agua tibia y aceite de benjuí… una se despojaba de
la bata y de inmediato se metía a la tinaja mientras la otra tomaba la esponja
y le refregaba el cuerpo quitándole de la piel el olor de aquél hombre moreno y
sádico, borrando esos besos y caricias infames.
Lucía olía a harén, en los momentos tristes la abrazaba y me
embriagaba con el perfume de rosa y bergamota que yacía en su cuello delgado y
grácil… no podía evitar que mis labios se deslizaran por su piel tersa y
bronceada… entonces ella reía y su risa era un arpegio como una cascada de oro…
ella me besaba en la boca, miel y naranjas era el sabor que tenía su paladar… y
éramos felices en ése infierno.
Me gustaba verla despertarse cada mañana estirándose como
una felina, me deleitaba contemplando sus pechos generosos, su cintura estrecha
y sus caderas cinceladas… Lucía tenía el sol en la piel y el cielo azul en la
mirada. Me gustaba cepillar su cabello dorado que desprendía aroma de patchulí…
y ella se convirtió en mi todo en medio de la nada.
Liliana Celeste Flores Vega (Lileth) - 2015
Imagen: Dibujo Fee Absinthe
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