Lo conocí una tarde, en una de mis infantiles
correrías buscando la tierra de las leyendas. Sus azules ojos de poeta
presagiaban las tristezas que cantaría su arpa de viento en las madrugadas
inciertas de amores. Yo me había escapado del Palacio de Invierno, cansada de
fregar pisos de día y vestir seda de noche, tomé un atado de ropas y hui, allende
hacia las tierras de occidente donde decían que existían ricas y soleadas
viñas.
Cansada de caminar toda una jornada, me senté en la
hierba para comer unos panecillos de manteca mientras pensaba si aventurarme
caminando durante la noche o esperar la caravana de los elfos y pedirles
amparo. Entonces escuché los cascos de un caballo quebrando la seca hojarasca, me
puse de pie y sacudí mis ropas aldeanas, decidida a pedirle a un elfo que me
llevara con él como sierva en las tierras de la bella gente que todo era
preferible a seguir siendo cortesana.
Blanco era el esbelto corcel, lujosos los arreos y
el joven que lo montaba, aunque no era un elfo, era tan hermoso como ellos: Ropajes
de príncipe, rubios los cabellos, azul la mirada y una infinita tristeza
nublando su alma. Se apeó como todo un caballero, hizo una reverencia y me
preguntó si yo era un hada, negué con la cabeza, sorprendida de que llevando tan
humildes ropajes de aldeana, me confundiera con una grácil criatura encantada.
Le dije que era huérfana y que me encontraba
desamparada, me ofreció llevarme al palacio de su padre y me ayudó a montar a
la grupa de su caballo. Bendecía mi suerte soñada cuando tras de nosotros rugió
el cuerno y un tropel nos alcanzaba. Ebiliss, jinete en brioso corcel negro, desmintió
mi pobreza y diciendo que yo era una princesa un poco tronada de la cabeza, refrenó
la brida del blanco corcel, me obligó a apearme y a regresar con él. Asiéndome
a la capa de Ebiliss, regresé al Palacio de Invierno con mis sueños rotos mientras
que el joven príncipe, desconcertado por tan extraño encuentro se debatía entre
una interrogante y una sonrisa.
Noches más tarde, resignada a mi destino, me
arreglaba frente al espejo pues Aradia me había dicho que un noble capitán
había solicitado mis servicios para su joven hijo que muy pronto se iba casar, terminé
mi tocado y bajé al salón. Adramelech me esperaba al pie de la escalera, me
tomó de la mano y me llevó a la mesa donde el noble capitán y su hijo
esperaban... aquél joven que estupefacto me clavaba su azul mirada era el joven
príncipe del blanco corcel.
El noble capitán jaló la silla y me invitó a
sentarme, sonrió y nos dejó solos en la mesa acompañados por una botella de
champagne, haciendo alarde de mi sangre fría serví las copas intentando que las
manos no me temblaran. El joven príncipe debió de atar cabos y comprender
inmediatamente los motivos de la princesa fugitiva, pero mi dignidad se puso
careta de desmemoriada y lo invité a subir a la alcoba.
La alcoba convidaba a la molicie, amplio y mullido
el lecho de doseles, los pebeteros suspiraban volutas azuladas de embriagadoras
fragancias y las velas dibujan claroscuros mientras que yo me desvestía tras el
biombo. Aligerada de ropajes, desvestida a medias me acerqué a él, quien
hundido entre los almohadones del lecho más parecía una víctima en el cadalso que
debutante de los placeres carnales por los que su padre había pagado con
diamantes.
Y mis manos se deslizaron suavemente al desvestirlo,
desnudos los dos, sentados en el lecho, él se limitaba a acariciar mis rizos
con embeleso, sus ojos azules no se atrevían a recorrer la desnudez de mi
cuerpo velados por sus pestañas con gotas de rocío. No pude sostener por más
tiempo mi careta de carnaval y las lágrimas corrieron por mis mejillas, entonces
él me abrazó rompiendo también en llanto, con el abrazo nuestros pechos se
unieron y nos arrastró un mar de besos y caricias azules.
Sin palabras fue nuestro juramento de amarnos, pues
el amor no las necesita cuando se expresa con el silencio de dos almas
enamoradas, el inexperto en lujuria me enseñó con su inocencia la ciencia
sagrada de hacer el amor. En la alborada, confundidos aún en un solo latido nuestros
corazones, me confesó que él no quería casarse ni seguir la carrera de las
armas como lo pretendía su padre, que había nacido bardo… ¡y que solo deseaba
ser un poeta!
Liliana Celeste Flores Vega - mayo 2015
Imagen: Pixabay
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